@Vasquezomar
Recién conocí algo de él me atrapó, me veía al espejo y, en mi profunda imaginación asumía su cuerpo, su carácter, su voz, su pasado. Me emocionaba encarnarlo sin tenerlo, quería que fuera mío, solo mío.
Esa suerte que tenemos algunos de poseer múltiples cuerpos en un solo alma me llevó a querer ser como él. Es más: ser él. Cuando caminaba por las calles de Bogotá, adoptaba su cuerpo, balbuceaba algunas de las palabras que quizás diría, sonreía solo. La gente me miraba algo extrañada, pero yo solo seguía, olvidaba el entorno y me imaginaba con una linda esposa, en una pobre residencia de La Candelaria, sirviendo vino, bailando salsa.
Vivía el personaje que quería. El libreto era solo la excusa para ponerlo a hablar, pero Sergio ya me había poseído, enamorado. Improvisé por él. Me costaban los monólogos. Tener la responsabilidad de la escena tú solo es algo miedoso, el público te ve solo a ti, si haces un movimiento involuntario lo ven ¡todo! Son muchos sentidos despiertos comiéndote, casi quisieras gritar, pero no tienes más remedio que actuar.
Días después, cuando ya lo había soñado, palpado, cuando empezaba a encariñarme con su presencia en las mañanas frente al espejo antes del primer baño, fue el reparto. Para ser sincero, no veía si a mis compañeros de teatro les habían dado el papel que querían; solo me interesaba escuchar mi nombre seguido del personaje que esperaba: Sergio.
No fue así: recibí el de Humberto, el hermano de la protagonista, en su lugar. No era un papel menor, aunque tampoco deja de ser un reto interpretar roles con menos aparición. Pero esta vez el que me apasionaba era ese hombre, más allá de si tenía parlamentos, de si era o no el protagonista. Sí, me apasionaba ese hombre, que alucinaba mal arreglado, altanero, deudor, agresivo, impulsivo y celoso. Los actores vivimos de la repetición y ya yo no podía retroceder en mi cabeza ese disco desgastado por el uso.
Pero como el teatro es sabio y justo… en unas vacaciones de mitad de año el actor que recibió el personaje no volvió, se olvidó que estaba ahí esa mina inexplorada, toda para él. Así que yo, ni corto ni perezoso, emprendí mis acercamientos con el personaje, le pedí a mi director que me dejara demostrarle que ese era mi papel. Casi amarrado por las circunstancias y por la presión del montaje accedió, claro, con condiciones y restricciones. Pero yo, aún más enamorado que antes, las acepté.
Y sí, si antes me había resultado coqueto y entretenido Sergio, ahora me atraía más: era pedante, arriesgado, tenía matices, descarriado, había visto algo que, en mi repetición primera, había olvidado: era un ser humano frustrado. No era así por qué sí, era así porque le tocó ser así. Fue ahí cuando entendí que en las tablas todo pasa por algo. Y no es una moraleja: el teatro no es de moralejas. Bueno, no siempre.
Poco a poco todo resultó ser más excitante: hacer parte de la que la revista Semana llamó una de las cinco mejores obras de teatro colombianas del siglo XX ya era todo un privilegio. Interpretar uno de los personajes del gran escritor Miguel Torres me ponía a mil. Pero no solo eso, también hacer memoria, contar la historia de una de las desaparecidas del Palacio de Justicia, trágico incidente de nuestra patria manoseada y pisoteada.
La primera función fue alucinante. Creo que lloré de esas lágrimas que uno guarda para ocasiones especiales. Fue un respiro para el alma, el público fue muy generoso, y los aplausos lucían sinceros y amorosos. Como cada estreno: inolvidable.
Pero venía lo que para todo actor resulta tortuoso: la segunda función, esa en la que el duende de las tablas parece enloquecer, no estar de buen humor, esa que siempre resulta ser bastante difícil. Además, sabíamos que podríamos contar con la presencia del elenco original de la Siempreviva, aunque no esperábamos que se viniera a bordo del barco el señor Miguel Torres.
Estar en “patas”, en trasescena, y escuchar el nombre del hombre que escribió lo que tú actuarás eso es tensión. Además, la tristeza nos invadía: dos de nuestros compañeros y amigos de elenco se marcharían y dejarían el montaje. Sin embargo, el final de la obra estuvo cargado de ojos brillantes, gente tocada, sentimientos brotados y la sensación del trabajo bien hecho.
Pensé que después de ese día todo sería distinto, pero no. Nuestro director nos exigió más y más. Bueno, también porque casi todo el elenco decidió partir por distintas razones personales. De los de “la vieja guardia” quedamos tres y asumimos el reto de montar los reemplazos. Eran nuevos en el arte, se les notaba: no sabían cómo pararse en escena, cómo proyectar la voz, si acaso se aprendieron el texto. Veíamos un futuro para nada esperanzador.
En los últimos ensayos, cuando nuestro director asumió su labor las cosas cambiaron. Ellos empezaron a enamorarse tanto de la obra que poco a poco empezaba a notarse un tono dramático como el que necesitábamos.
Era el día de la tercera función. Nos presentábamos para el festival regional de teatro que organizó Ascun y la Universidad Incca de Colombia. Fue una función caótica, tuvimos problemas de audio, el lavadero que regularmente expulsaba agua no funcionó, y, sin embargo, estábamos nosotros, los actores, la esencia del teatro entregando la vida a cambio de la atención de los espectadores, de los aplausos.
Una corta reunión con el jurado nos exhortó a seguir actuando, a seguir presentando la obra, una o dos correcciones recuerdo que nos hicieron, aunque sabemos que tenemos mucho por mejorar. Bastante esperanzados quedamos.
La premiación. Nunca hemos visto el festival como una competencia, sino, por el contrario, como un encuentro teatral. Sin embargo, a nadie le molesta los reconocimientos al trabajo. Bueno, no a nadie que trabaja para un público.
Mejor director, mejor dramaturgia y mejor actor, además de un cupo al festival nacional de teatro, uno de dos. Eso fue un verdadero regalo al esfuerzo del grupo de teatro de la Javeriana que ahora dizque se llama “Teatro 40”. ¿Qué por qué? Ni idea.
Sergio me había dado el premio a mejor actor. Y yo sé que cuando uno se gana un reconocimiento hay mil envidias a posteriori. Pero es una pelea perdida, puesto que mi alegría no fue egoísta, fue un triunfo interno. También me interesaba que fuera una prueba fehaciente para mi padre, quien siempre ha dudado del teatro y de su importancia. Algo es algo…
¿Ahora? Esperamos presentarnos en distintas partes de Colombia, pero, más que eso, seguir llevando el legado del teatro a cada estación a la que lleguemos. Sergio y yo estamos profundamente enamorados, y no es una relación homosexual, sino una aceptación de nuestras vidas que nos hacen en algunos momentos, cuando yo lo decido, ser uno. Es un préstamo que ha resultado tener buenos intereses.
Estudiante de Comunicación Social de la Pontificia Universidad Javeriana, sede Bogotá (Colombia) y actor.